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miércoles, 13 de mayo de 2009

Perdonar


Robin Casarjian

 

 

Hacerse oír

Cuando nos enfadamos solemos retirarnos (encerrarnos en nosotros mismos) o expresar nuestra rabia acusando, culpando o regañando a la otra persona. A pesar de que el retiro o el ataque verbal crea más distancia, nuestro deseo más profundo es comunicarnos, lograr que el otro nos escuche y se identifique y simpatice con nuestra experiencia. Conseguir que las personas con las que estamos enfadados escuchen realmente lo que queremos decir no es algo que podamos dar por seguro en virtud del hecho de que nuestra voz es audible. ¿Cuántas veces nos ocurre que alguien nos dice: «Te escucho, te escucho», y nos damos cuenta de que no está escuchando ni una palabra de lo que decimos? Lograr que las personas de veras nos escuchen suele requerir cierta técnica.


Hay ocasiones en que descargar la rabia verbalmente y dejar salir la frustración y el dolor es una reacción muy humana. Los estallidos verbales, si no son destructivos, ciertamente llaman la atención sobre los problemas. Es posible que a veces estos desahogos sean convenientes y necesarios, en el sentido de que remueven la situación, para colocarla en un lugar en donde, en el mejor de los casos, se pueda trabajar. Sin embargo, aunque este sea nuestro modo habitual de tratar con la rabia, hay otras maneras más efectivas de expresarse verbalmente con el fin de hacerse oír.


Para crear la mejor posibilidad de ser escuchado, en primer lugar es necesario captar la atención de la otra persona. Conviene elegir el momento y el lugar apropiados. Tratar de hablar con tu pareja cuando sale de casa para acudir a una cita no garantiza en absoluto que te escuche. En segundo lugar, hay que intentar que la otra persona se sienta cómoda cuando le vamos a hablar. Si presiente que te estás preparando para entrar en combate, lo más probable es que no esté receptiva. En tercer lugar, hay que decir las verdades de la manera más clara posible y sin acusar. Es preciso ser muy consciente de la intención de la comunicación y del estado de ánimo con el que se van a decir las verdades personales. Estas condiciones determinarán si se continúa o se interrumpe el ciclo de la rabia y el dolor.


Yo recomiendo trabajar con las siguientes técnicas de comunicación: la primera es aprender a traducir el enfado en afirmaciones claras no acusatorias; la segunda es aprender a escuchar activamente.


Al responsabilizarse de los propios sentimientos (en lugar de proyectarlos en los demás) y comunicar francamente el efecto que el comportamiento de la otra persona tiene en uno, se crea el clima emocional óptimo para ser escuchado.


Una de las maneras más importantes y básicas para llevar a la práctica esta manera de relacionarse es emplear afirmaciones en primera persona, no en segunda persona. Una afirmación en segunda persona suele interpretarse como un ataque; en cambio, la afirmación en primera persona produce la impresión de una invitación a escuchar. Ejemplos de afirmaciones en segunda persona serían: «Me haces enfadar», «Eres un verdadero pelmazo», «Actúas con la inmadurez de un crío de doce años», «¿Es que no sabes comportarte como una persona adulta?». Estas afirmaciones le dicen al otro lo inepto e incapaz que es, y frecuentemente provocan acusaciones e insultos mutuos. Cuando estamos enfadados, solemos hacer afirmaciones exageradas y terminantes: «Siempre haces lo mismo», «Nunca me prestas atención»... Si bien es posible que lo que decimos sea cierto, muy rara vez, o nunca, sirve para avanzar hacia una posible solución. Las afirmaciones en segunda persona parecen -y se interpretan como- un juicio negativo definitivo o una realidad. Casi inevitablemente producen el efecto de distanciar emocionalmente a la persona a quien se dirigen, y lo más probable es que se frustre cualquier esperanza inmediata de verdadera comunicación.


A diferencia de las afirmaciones en segunda persona, las que se hacen en primera persona son declaraciones personales de cómo se siente «uno» y cómo le afecta lo que ocurre. De esta manera comunicamos nuestros propios sentimientos sin acusar ni aumentar innecesariamente el sentimiento de culpabilidad. El proceso de hacer afirmaciones en primera persona nos ayuda a librarnos de la rabia y a la vez permite que surja una perspectiva más amplia. Si una mujer está enfadada con su marido porque se queda a trabajar hasta muy tarde, en lugar de afirmar: «Nunca estás conmigo, eres increíblemente egoísta», podría decirle: «Me siento sola y asustada cuando te quedas en el trabajo hasta tan tarde. Te echo de menos y tengo miedo de que ya no me quieras». O, en lugar de: «Me haces enfadar», podría decirle: «Me enfado cuando tú ....... porque me siento abandonada, como si no existiera». Otras afirmaciones en primera persona podrían ser: «Me inquieto cuando tardas y no me llamas», «Me siento agotada y abrumada porque la mayor parte de las responsabilidades recaen sobre mí», «Me inquieta que los niños y yo estemos tristes y dolidos por la separación que hay entre nosotros».


Las afirmaciones en primera persona son mucho menos amenazadoras e invitan a la otra persona a responsabilizarse más de su comportamiento. Transmiten el mensaje de que confiamos en que él o ella va a reaccionar ante esa situación con más respeto por nuestras necesidades. Una afirmación en primera persona sencillamente dice la verdad de nuestra experiencia sin provocar la resistencia y la actitud defensiva que provocaría si la persona se sintiera acusada o controlada.


Las afirmaciones en primera persona a veces requieren bastante valor, porque en lugar de apuntar al otro con el dedo, expresamos nuestros verdaderos sentimientos. De esta manera nos arriesgamos a que sean conocidos y rechazados; permitimos que los demás sepan que somos vulnerables, capaces de enfadarnos, de sentirnos dolidos, asustados, tristes, decepcionados, desanimados, etc. La ventaja de esta franqueza es que favorece la sinceridad mutua y la intimidad.


Una comunicación más sincera y hábil, sin embargo, no necesariamente produce la reacción deseada. Es posible que la otra persona no esté preparada o no quiera responsabilizarse de sus actitudes y comportamientos. De todas maneras nos ayuda a liberarnos de una dinámica neurótica y nos capacita para decidir cómo reaccionar ante una determinada situación desde una posición más ventajosa y sana.

 

 

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